Tendiendo
la cama con guantes de plata me caigo sobre la botella de vino que estaba
apoyada en la maleta color arcoíris. El líquido inunda la casa y me ahogo en
mercurio escuchando las flores del cuadro reírse de mí. Un colibrí se acerca aleteando
y canta el arrorró espantando así las moscas que buscaban comerse el maní
sobrante de anoche, yo distingo los colores y comienzo a quedarme sin voz.
Toco
el techo de azufre con mi oído derecho y un grito sale del jarrón
de vidrio tostado que está en la mesa estampada y con un anillo que tengo en el
dedo gordo del pie derecho alcanzo a sacar un hada de allí. El colibrí se posa
a su lado y ella lo monta soltando una risa de estrellas que ilumina la
habitación. Las flores se congelan espantadas mientras la música comienza a
escucharse cada vez más fuerte y las ventanas estallan de placer escupiendo
restos de mierda hacia todos lados.
Comienzo a
girar y un tornado baila conmigo sobre las tablillas de barniz embebidas en
alcohol. Nos besamos un poco con cierta vergüenza pues todos nos observan y
comentan entre ellos chistes sobre Cornelio Saavedra y sus tantas mujeres. Me
siento sobre un águila y comienzo a cuestionar el tiempo mientras me sirven un
poco de café en un banquito triste de almendras recicladas. Los parlantes
gritan espantados y las flores se marchitan al observar aquella nefasta
situación. El aroma a dulce de leche quemado inunda la cama, yo termino de
tomar mi café y meto la taza en mi bolsillo izquierdo junto al anillo, el hada
y el colibrí.
Entran los
bomberos con sus cascos de mayonesa y tiran salsa de tomate para salvarme del
peligro, pero el tornado se los traga y ellos no pueden volver a ver la luna
nunca más. Yo decido levantarme para cerrar el telón, pero camino a la puerta encuentro
a un conejo de caramelo que me pide azúcar y salta sobre mí para llegar a mi
garganta. Sus ojos son aztecas y sus bigotes bingo, yo recuerdo a mi abuela y
la veo en el pasillo, delante de mí.
-Abuela- le
grito entre colmillos-Llevate a este conejo de mierda o llévame a mí-.
El conejo
se mete en mi bolsillo y saca los pedazos de hada y las alas del colibrí.
Dibuja con ellas sobre la pared un círculo de mermelada y dos líneas verticales
cruzándose en el centro. Me muestra el camino y yo me meto con los ojos
cerrados escuchando el ruido del tren.
Son las
cinco de la mañana y seguimos caminando, tengo las flores en mi mano y las uñas
pintadas de sandía. Pasa un cuervo y le muestro mis dientes para que piense que
estoy a salvo, luego tomo la gomera y le arranco su cabeza con un ladrillo
violeta. Mientras el cuervo se retuerce sobre lava emite un sonido de cielo que
destruye mis oídos y me hace perder la sed.
Observo
varios peajes y busco el más caro, pago con diamantes y mientras me saco las
gaviotas de los pies tomo mate y leo las noticias. Un iraquí va caminando al
lado mío, su cabeza está compuesta por palomas y su cara tiene un pene enorme
que denota su masculinidad. Hablamos un rato, reímos otro poco. Hago una
ensalada con las flores podridas y se la doy hasta verlo fundirse con las nubes
y desaparecer en la oscuridad.
Tres
caminos al frente mío: uno de algodón, otro de sangre y otro de vidrio polarizado.
Elijo el segundo porque me recuerda a mi primer mascota. Camino un poco sobre
él, bailo de nuevo y le pido que me use como su cena. Primero las uñas y luego
la piel. Los cabellos siempre son lo último que uno debe comerse, pues el oro
es de difícil digestión.
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