Las flores
del jarrón de cielo estaban marchitas, con ganas de irse para el edificio de
Avellaneda. Sus hojas estaban teñidas de cuero curtido y sus tallos eran las
manos de la propia muerte. Una manzana de verano bailaba jazz cerca del
florero, gritando entre ritmos varias melodías. Ésta última saco una sirena y
se la colocó en la cabeza mientras giraba observando el ventilador. Fuertemente
tomó el repasador rayado con manchas color pis y comenzó a sacudirlo para
limpiar la mesa, arrojando así pedazos de tambores hacia todos lados. Un ratón
de almendras se asomó por el agujero de la cerradura y comenzó a comerse el
sonido que emitían los tambores.
El ruido
que había en mi casa era insoportable, cientos de aplausos y payasos riendo
salieron del placard para ver la función, unos con flores, otros con bosta.
Comenzaron a cantar el himno mientras yo me bañaba y arrojaba burbujas de
porcelana por la ventana que da al Río de la Plata. Un elefante de uvas
aprovecho la salida para entrar y me empujó con un jabón que olía a pileta
mintiéndose así en el living en donde estaba el griterío.
Pasaron
horas hasta que pude ponerle las muletas y salir a ver el sol. Las sabanas
estaban rotas y manchadas con sandía, las cortinas teñidas de ladrillo y los
ceniceros llenos de rabanitos. Era una escena increíble.
Tome un poco de vino y me acosté, las patas del circulo vicioso me daban las cuatro y, como cada jueves, en pocas horas debía estar en pie para volver a tener bigote.
Tome un poco de vino y me acosté, las patas del circulo vicioso me daban las cuatro y, como cada jueves, en pocas horas debía estar en pie para volver a tener bigote.
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